Ser un cineasta con una extensa obra documentalística y haber dirigido uno de los pocos filmes cubanos de temática infantil, en una adaptación criolla y contemporánea del Mark Twain de El príncipe y el mendigo es suficiente para ser motivo de admiración en Cuba. Si a eso se añade llevar el apellido y la ascendencia del autor de clásicos del imaginario nacional como el Elpidio Valdés y Vampiros en La Habana, más que más.
Pero llegar con ese aval al erial artístico que es Miami, patria del reguetón más comercial, de la televisión cloaca y donde el único audiovisual que puede ser financiado es el de la propaganda anticomunista con lenguaje de la Guerra Fría, requiere del artista, por talentoso que sea, su subordinación a la estrecha tolerancia de un mercado que sólo admite una postura si de Cuba se trata.
Y así Ian Padrón ha pasado de estar detrás…
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