Se estaba poniendo el sol.
Su sombra se derramaba sobre el desfiladero de Kjwan’sib, la profunda herida en la planicie. Las guerreras djarn retenían con cadenas a los dingos a su alrededor, excitados por el olor de su piel embadurnada en sangre de cerdo. Sin otra vestidura que la espada en su mano, Duna tensó sus músculos, flexionó las piernas para reducir su estatura y se puso a la defensiva, con el desfiladero a su espalda, girando sobre sus pies atados y mirando uno tras otro a la jauría de ojos que pretendían acabar con ella.
Podía cortar los grilletes de sus tobillos con dos estocadas certeras. Después, si era rápida, deshacerse de un dingo, tal vez dos. Pero no podría sobrevivir a un ataque simultáneo de todas aquellas fieras entrenadas para matar.
Un largo camino la había llevado hasta aquel instante desesperado. Ahora todo dependía de la mano firme de la djarn’fah…
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