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El fantasma del nacionalismo. Por Carlos Ávila Villamar

11 de Julho de 2018, 7:15 , por La pupila insomne - | No one following this article yet.
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He estado leyendo un artículo en Rialta Magazine con particular interés. En resumen señala que la idea de una nación fallida es paradójica, porque la nación solo puede ser entendida como un estado de cosas en constante transformación. Para hablar de una nación fallida (no de un gobierno fallido, que es distinto) debe uno remitirse a un punto modélico que, por inexacto y arbitrario, termina por ser siempre contraproducente en cualquier análisis. La nacionalidad cubana en sí (una condición cultural), por tanto, no habría estado en crisis durante la dominación española, ni durante los gobiernos entreguistas de la primera mitad del siglo pasado, ni durante la etapa revolucionaria (o como se le prefiera llamar, según el juicio que se tenga sobre ella). El autor cree encontrar una visión semejante de lo que significa la nación en ambos lados del Estrecho de la Florida: son capaces de proyectar un deber ser no solo en cuanto a un gobierno o a un modelo de estado, sino en cuanto a una cultura. Trataré de que mi postura política no afecte la objetividad de lo que estoy a punto de exponer.

Puede verse a la nación, según entiendo, bajo dos acepciones. La primera de ellas como una condición cultural compartida por un número de personas o cosas. La segunda como una sumatoria de personas o cosas pertenecientes a lo convencionalmente pactado como una condición cultural. En la primera acepción se presupone una esencia que de manera consciente o inconsciente reúne a todos los cubanos. En la segunda solo nos referimos a la sumatoria de aquellos a los que llamamos cubanos (bajo criterios bien definidos, tales como el lugar de nacimiento, el de residencia etc.) La primera acepción es epistemológica e implica tradicionalmente un deber ser. La segunda es ontológica y está exenta de juicios a posteriori. La primera es exclusiva porque tarde o temprano tiene que jugar con la idea de que hay manifestaciones culturales cubanas y no cubanas (habría una cubanidad o una no cubanidad en tal pieza musical, o en tal modelo de ropa). La segunda también es exclusiva, porque debe tomar criterios en algún punto arbitrarios para erigirse a priori (tales como el idioma o la posesión de un documento de identidad). El autor, según entiendo, critica la primera acepción, que sería la única que admitiría un significado en la frase nación fallida, y propone que se admita un carácter cultural abierto, más acorde a la que he considerado la segunda acepción.

Cuando hablamos de una idea cultural abierta de nación, sospecho, lo hacemos a menudo con irresponsabilidad. Supongamos que queremos suprimir un deber ser cultural, y que tratemos de entender la nación como esencia cultural implícita en la sumatoria de los ciudadanos. No habrá modo de definir o computar esa esencia, que no podrá restringirse a unos pocos rasgos, pero se querrá pretender que existe. Uno puede aceptar la existencia de cada una de las gotas de agua del océano aunque no haya un cerebro capaz de registrarlas. Sin embargo una esencia cultural, a diferencia de las gotas de agua, como abstracción al fin (que solo tiene lugar en el cerebro humano), no tiene sentido pretender que existe si no puede percibirse o imaginarse. Sería como decir que la sumatoria de todos los relojes de péndulo del mundo con todas las ardillas rojas, con el número cinco, con la borradura de una huella dejada en la arena y con la nota musical do sostenido constituye una abstracción cuya esencia debe aceptarse incluso si nadie la entiende. ¿Acaso no es la esencia, la identidad (palabra tramposa donde las haya) un producto del razonamiento humano, sin lugar en la realidad externa? Esa idea abierta de esencia de nación, aunque amable, me resulta irrelevante, y más me parece la consecuencia psicológica del remordimiento de una mente que no desea aceptar que la nación es en última instancia un concepto siempre incoherente (quizás no obsoleto, porque después de todo encuentra su utilidad en nuestro mundo, tal como lo hace la religión).

Aceptar una defensa de la nación, ya sin verla como una esencia cerrada o abierta (valdría preguntar exactamente cómo alguien defiende una esencia abierta, en lo personal considero la frase una insensatez), es decir, aceptar la defensa ciega de la nación como mero sinónimo de ciudadanía, la adscripción asistida a un poder político, me parece todavía más vulgar. El declive de las religiones causó que los poderes políticos buscaran una nueva legitimidad en el siglo diecinueve, legitimidad que las tradiciones culturales podían en su momento garantizar. Yo soy presidente de Cataluña, yo existo porque se presupone que hay una esencia catalana que necesita ser representada ante cualquier poder extranjero. Si suprimimos la esencia cultural, nos queda que el imaginario presidente de Cataluña es el representante de los seres humanos que por casualidad poseerían la ciudadanía catalana, y nada más. Un molde vacío heredado de otra época, que ahora debe llenarse.

Si un mundo capitalista como el nuestro permite la existencia de distintas naciones es por una razón muy simple. Estados Unidos, por ejemplo, está a favor de los tratados de libre comercio con aquellos países a cuyos ciudadanos con frecuencia niega la entrada. Invierte en México, una trasnacional saca sus beneficios del territorio mexicano y los pone a circular en los Estados Unidos, lo cual genera nuevos empleos y activa la economía. Pero se niega la entrada de los mexicanos a ese florecimiento, y por tanto los mantiene en la pobreza. El crimen último de los tratados de libre comercio está en que casi nunca los países que los firman preparan tratados de libertad migratoria. Si Estados Unidos invirtiera en México y se llevara una parte de los beneficios, pero dejara que los mexicanos compitieran en su economía, no nos encontraríamos ante una situación tan alarmante. Sería como las grandes ciudades de un mismo país, a las que van a parar los beneficios de las pequeñas ciudades (pero entre las que los ciudadanos pueden circular con normalidad). El poder nacional en nuestro mundo, aunque ponga excusas culturales, tiene una raíz económica.

La ciudadanía es un asunto económico, y puesto que la ciudadanía se funda en un arbitraje (ya lo hemos visto) tenemos que los nacionalismos están destinados a una utilidad transitoria y a un peligro permanente. Si un poder nacional del mundo capitalista consigue desarrollar su economía, lo más probable es que no se limite a querer verse en igualdad de condiciones con las economías de otros países: tarde o temprano querrá superarlas. Luego de haber adoptado las herramientas de sus contrarios para defenderse, nada impide a las naciones usarlas para atacar. Si el poder nacional mexicano igualara los índices económicos del estadounidense, sospecho, no intentaría pactar un tratado de libre migración en correspondencia con el tratado de libre comercio. Por el contrario, querría irse por encima y entonces aprovecharse de sus inversiones en el suelo estadounidense. El monstruo del fascismo se esconde en todos los nacionalismos, en tanto prefieren axiomáticamente el bienestar de sus ciudadanos con respecto al de los otros.

Dejando a un lado el artículo, tengo una franca preocupación por la importancia que todavía se le da en nuestro país a la cubanía como el más importante valor revolucionario. No me gusta la idea porque es muy fácil desmoronarla tan solo preguntándose qué es la cubanía. Un repetidor de consignas, sin entenderlo, repetirá que la cubanía es la Revolución y que la Revolución es la cubanía (todas las consignas funcionan como un sistema tautológico, heredero de la más atrasada escolástica cristiana). La cubanía, entendiéndose como esencia cerrada, es un deber ser absolutista y arcaico. Entendiéndose como esencia abierta, no es un deber ser, sino un mero ser (para mí dudoso, por las razones que he explicado), presupuesto en una sumatoria de cubanos. Entendiéndose como la sumatoria externa y nada más (cubanía ontológica), nos queda como un cúmulo de intereses individuales de aquellos que por una u otra razón tienen nacionalidad cubana. No me gustan las opciones anteriores. La primera es un reduccionismo infantil. La segunda descarta un deber ser cultural y por tanto la legitimidad de cualquier ministerio. La tercera posee un deber ser nihilista, despótico y mezquino. La Revolución tiene una primera misión, creo, mucho más trascendental que los residuos que puedan pervivir en el tercer mundo de un ideal romántico decimonónico venido de Europa.

Creo que la primera misión del poder revolucionario es implantar un modelo de relaciones económicas más justas, eso que hemos llamado socialismo, concilio del desarrollo imparable de las fuerzas productivas que hemos visto en los últimos siglos con la moral cristiana que sigue vigente tras el declive del cristianismo. Para conseguirlo, dentro de su rango de acción, el poder revolucionario debe mantener una soberanía, y reutiliza entonces las viejas y útiles herramientas del nacionalismo, pero importante: esta aprehensión de la idea de una esencia cultural nacional (que en momentos adolescentes del proceso revolucionario fue cerrada, y llevó a censuras absurdas a la música o la moda estadounidense) no puede caer en un regodeo anacrónico de esa esencia imprecisa, quizás inexistente. En primer lugar, como ya dije, porque es fácilmente cuestionable por un sector poco entusiasta con el adoctrinamiento patriótico. En segundo, porque las masas cubanas, ante las fallas económicas (corregibles todavía) de nuestro socialismo, pueden cambiar de dirección y centrar sus esperanzas en el discurso de la cubanía, y con el tiempo apoyar un proyecto de capitalismo moderado compatible con el imaginario patriótico.

El capitalismo en Inglaterra no pudo sobrevivir sin la aprehensión de la simbología monárquica feudal. La reina sigue siendo la elegida divina para guiar a los ingleses por el camino de la salvación. Del mismo modo, el socialismo en Cuba ha necesitado el respaldo del discurso patriótico, con el que se ha fundido (gracias a que nuestras luchas independentistas estuvieron aferradas a proyectos de justicia social) en ese relato que llamamos Historia de Cuba, y del que no vale la pena burlarse, en realidad, solo por creernos más posmodernos que nadie. Las Historia es un relato, pero es un relato necesario, como la historia familiar, para no ir tan lejos. Ahora bien, no nos ceguemos siquiera por un instante. El Céspedes que enseñamos a nuestros niños en la escuela constituye un personaje literario, sin duda más parecido a Martí o a Fidel que al personaje real, al que ya nunca volveremos a ver. La memoria es en parte una ficcionalización de la realidad. Nuestros niños quizás necesiten a un Céspedes divinizado, pero el Céspedes humano que puede aparecer en una novela o una película no será menos ficticio. Lo reconstruimos según nuestras necesidades, tal como nuestra memoria reconstruye el recuerdo de ciertas personas según las necesidades del subconsciente. Hay que saber hasta qué punto la literatura puede invadir nuestra racionalidad.

En lo personal, no me gusta ver una bandera en un pulóver, más que nada por razones estéticas: la mayoría de las banderas me parecen horribles (la más horrible para vestir, creencias políticas aparte, la estadounidense, con todas sus barras y estrellas, un monumento al mal gusto, la más aceptable, la soviética, sobria y minimalista). Pero no me gusta el tiempo que a veces se derrocha en la sacralización de la bandera cubana y en general del imaginario patriótico. Supongo que constituya un consuelo similar al de las religiones saber que vives en un país especial, con héroes gloriosos que dieron su vida para que tú tengas lo que tienes, y no hay nada de malo en ello, hasta el momento en el que como las religiones en otro tiempo, permite censurar una cosa o la otra bajo la convicción de que constituye una ofensa a la nación.

¿Qué significa una ofensa a la nación? ¿Qué significa nación, señores? ¿Es una ofensa a la nación epistemológica, ya que no se puede ofender a la ontológica, un ente externo a la mente humana? ¿Llevar una bandera en un pulóver es una ofensa a los mártires, personas que no se ofenden, porque no existen más que en la memoria de los vivos, a los que se ha entrenado para que los vean como santos? ¿Céspedes se hubiera molestado porque alguien llevara en el pulóver una bandera que ni siquiera era la suya en principio, sino la de un anexionista? Para mí no hay nada peor que el fetichismo religioso, que crea axiomas de los que los mismos creyentes no entienden el significado. Una revolución con una carga marxista tan fuerte debería ser inmune a este tipo de supersticiones. ¿Qué significa ser coherentes con nuestros principios? La continuidad y la fidelidad a la generación anterior no es un valor por sí mismo, señores, en tal caso los revolucionarios de 1959 no eran coherentes con sus principios. Un verdadero revolucionario trata de ir más allá de su condicionamiento cultural, y lo cuestiona todo. No significa que se rebele ante todo, sino que lo diseccione sin miedo, a fin de comprenderlo hasta en sus fibras más profundas. Y eso significa superar el nacionalismo tal como hoy lo entendemos, como un sustituto de la religión.

En un futuro, en otra humanidad mejor, los países no enseñarían en sus escuelas a los personajes históricos locales antes que a los universales, se recordaría más a los científicos y a los artistas que los conquistadores, no habrían monumentos (creo que Fidel entendió todo esto antes que nadie), las banderas, escudos e himnos serían agradables estampas que algunos todavía usarían, como hoy se usan los árboles de navidad, las calles no tendrían nombres de mártires, y no existirían los pasaportes. El patriotismo se habría vuelto una cuestión individual, relacionada con la memoria afectiva. Se querría al país desde la tranquilidad de lo familiar, y no desde la furia de lo público, tal como se quiere a la casa natal, quizás desvencijada, o al abuelo, del que solo queda un retrato en sepia.


Fonte: https://lapupilainsomne.wordpress.com/2018/07/11/el-fantasma-del-nacionalismo-por-carlos-avila-villamar/