Cuentan que el 17 de agosto de 1870, cuando un pelotón español lo trasladaba para fusilarlo, Pedro (Perucho) Figueredo, susurró los versos del himno de combate que alguna vez, antes las aclamaciones de una multitud, apuntara sobre el lomo de su caballo, en el legendario Bayamo.
No extraña que unos minutos antes de recibir una carga de plomos, Perucho entonara la lírica que inspiró a todo un pueblo, que acompañó a los mambises en los campos de batalla y que hasta hoy, es una melodía que late en el corazón de todo cubano que entiende que morir por la Patria es vivir.
Cinco días antes había sido capturado el célebre abogado bayamés, amante de la literatura y la música, el excelente caricaturista y dibujante, cuyas obras se hicieron añicos cuando al igual que sus coterráneos, prendió fuego a su casa durante la memorable quema de Bayamo en enero de 1869.
Muy enfermo de fiebre tifoidea, convalecía en precarias condiciones en la finca Santa Rosa de Cabaniguao, en Las Tunas, auxiliado por algunos miembros de su familia y compañeros que habían estado bajo su mando.
Debido a la delación del soldado Luis Tamayo, quien fue detenido por una guerrilla al mando del coronel español Francisco Cañizal, cuando salía en busca de recursos, Perucho fue hecho prisionero junto a sus descendientes, así como también el brigadier Rodrigo Tamayo y su hijo Ignacio.
Luego de ser trasladados a Santiago de Cuba, fueron juzgados ante un tribunal presidido por el coronel Francisco Terrero, quien escuchó del acusado: “Soy abogado y como tal conozco las leyes y sé la pena que me corresponde; pero no por eso crean ustedes que triunfarán, pues la isla está perdida para España”.
No se esperaba otra contestación del hombre que en épicos versos convocó a no temer una muerte gloriosa, que por su arrojo fue catalogado “el gallito bayamés”, quien una vez fue el niño miope obligado a usar lentes, afección que no lo limitó a apreciar el dolor de la Patria con los ojos del corazón.
Fue esa virtud, acuñada por sus acusadores como delito de infidencia, lo que lo llevó a recibir la pena de muerte, consumada en horas tempranas de la mañana ante los muros de un matadero de animales, en la tierra santiaguera, donde también fueron ejecutados Rodrigo e Ignacio.
En ese momento nada tenía que ver Perucho con el acaudalado abogado que fue, pues el padecimiento lo había convertido en un esqueleto puro, con llagas en los pies, casi inválido, por lo que solicitó a sus verdugos algún medio para trasladarse hasta el sitio donde diría adiós al mundo terrenal.
A modo de burla, un jefe español le ofreció un burro que lo llevaría de la Real Cárcel de Santiago de Cuba (después conocida como VIVAC y hoy edificación sede de la Oficina del Historiador de la Ciudad y del Archivo Histórico Provincial), hasta el matadero.
“No seré el primer redentor que cabalgue sobre un asno”, replicó Perucho, en alusión al Cristo al cual se encomendó en la prisión, desde donde en carta a su esposa, un día antes de morir, le dijo: “en el cielo nos veremos y mientras tanto, no olvides en tus oraciones a tu esposo que te ama”.
Ante la visita de un emisario del conde Valmaseda para que se retractara a cambio de que le perdonaran la vida, se negó, como tampoco se dispuso a arrodillarse ante el pelotón de tiradores encargados de callar su voz para siempre.
Es, sin embargo, la voz multiplicada por varias generaciones de compatriotas, que desde niños corean el himno que primero fue de Bayamo y luego de toda Cuba, cuyas notas se escuchan en cualquier parte del mundo y que como boleto de entrada a la eternidad, entonó Perucho el fatídico 17 de agosto de 1870.
Tomado de AIN
Tomado de AIN