Las recientes manifestaciones en las calles del Brasil sorprendieron a los distintos gobiernos de la nación: municipales, estaduales y federal. Las autoridades se preguntan perplejas: ¿cómo es posible? ¿quién está por detrás? ¿quién las asesora? Y reaccionan con la única y mafáldica lección aprendida en 21 años de dictadura: la represión policial.
Nuestras autoridades se han encerrado en su torre de marfil, como si el Brasil fuese un planeta distante de ese orbe terrestre en el que se suceden manifestaciones callejeras en todas partes, desde el Occupy Wall Street a la plaza Tahrir en El Cairo, desde la periferia de París a la plaza Taskim en Estambul.
La pregunta "¿Qué hay por detrás?” encontraría respuesta si el gobierno prestase atención a lo obvio que hay ante sus ojos: la insatisfacción de los jóvenes. La misma insatisfacción que llevó a la generación ahora en el poder a las manifestaciones estudiantiles de la década de 1960 y a la guerrilla urbana en la década de 1970. La misma insatisfacción que movilizó trabajadores en huelga entre las décadas de 1970-1980 y que dio origen al PT, que ya hace diez años está en el gobierno del país.
La diferencia es que antes la policía infiltraba sus agentes en los directorios estudiantiles y en los sindicatos, partidos y grupos clandestinos y, una vez obtenidas las informaciones, actuaba preventivamente. Mientras que ahora la movilización está en las redes sociales, más difíciles de controlar (aunque no imposible, como demostró Snowden, el joven estadounidense que reveló al mundo que la Agencia de Seguridad Nacional de los EE.UU. invade el ordenador de millones de personas).
Lo obvio es que nuestras autoridades cortaron todas las vías de comunicación con los movimientos sociales, cuando mucho tolerados, nunca valorados. ¿Qué pasó con los consejos políticos con presencia de líderes juveniles? ¿y con los comités gestores? ¿y con la Secretaría Nacional de Juventud? ¿qué se hizo la UNE? ¿y los canales de diálogo con la juventud?
Instalado en la torre de marfil, el gobierno se sorprende a cada nueva manifestación: de los sin tierra, de indígenas, de usuarios del transporte público, de los descontentos con la inflación, y hasta con los pitidos a la presidenta Dilma en la apertura de la Copa de Confederaciones.
Quien no dialoga acaba aislándose y llama a la represión como todo el que se siente arrinconado.
Ya es hora de que nuestras autoridades dejen la torre de marfil, aparten los prismáticos orientados a las elecciones del 2014 y pisen en la realidad. La cabeza piensa donde pisan los pies. Y la realidad es la estabilidad económica amenazada; la reforma agraria trabada; las tierras indígenas invadidas (por el agronegocio y por obras suntuosas del gobierno); la desgravación de la industria automotora predominando sobre la inversión pública en transporte colectivo; la cola pateada de ciertas autoridades con la "caja chica” de empresas privadas, etc.
Lo obvio, mientras tanto, es la falta de esperanza de esos jóvenes que carecen de utopías y, cuando no se refugian en las drogas, no saben tampoco cómo transformar su indignación y su revuelta en propuestas y en programas políticos.
Tomado de Adital
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