por Jorge Legañoa Alonso
Chávez me enseño a creer. No solo en la Revolución o los seres humanos. Me enseñó a creer en las señales que aparecen en el camino de la vida y en su Dios. En Venezuela aprendí a creer en el Cristo de los pobres que se llama Hugo Chávez...
Una de esas señales me llegó esta mañana, sin ni siquiera tener la idea de la gravedad de su estado: ponerme uno de esos pullovers que se hicieron millones durante la campaña electoral de octubre pasado. En mi pecho llevo los ojos de Chávez y su firma, la “rabo de cochino”. Sencillamente, como millones, YO SOY CHÁVEZ. De eso que no le quede dudas a nadie. La semilla que Hugo sembró, germinó en millones.
A Chávez no le conocí personalmente, no pude nunca siquiera verlo de lejos, pero lo conozco de toda la vida, porque como muchos en este mundo, entró en nuestros hogares por la televisión, y se coló en nuestras vidas a fuerza de un carácter único; mezcla insondable de pueblo, de humor, de amor, una responsabilidad a prueba de todo como estadista, con un carisma arrasador de multitudes.
Fidel nos lo descubrió en el ’94. Juntos eran explosivos. Ya no eran solo los gritos de ¡Fidel, Fidel, Fidel!, en cualquier escenario donde se presentaran, era una mezcla de ¡Chávez, Fidel, Chávez, Fidel!
Apenas un par de semanas antes de su última operación recibí una de las noticias más bellas de mi vida. “Tienes una carta que te espera”, escuché al otro lado de la línea. Era una carta del líder de la revolución bolivariana. Al final, luego de su firma y un ¡Hasta la victoria siempre! de esos que calan, escribió:
“Hace poco, en medio de circunstancias muy difíciles, llegué a La Habana como a la media noche, procedente de Caracas. Y de inmediato, el mensaje de Fidel: ‘Díganle a Chávez que yo estaba en Venezuela y acabo de llegar a Cuba’. Así somos…”
Y es que así son esos dos seres, hombres fuera de liga. Dos “diablos” que nos han enseñado que primero están los seres humanos y luego todo lo demás.
Anduve tras Chávez durante meses para completar sus “Cuentos del Arañero” y de esa labor aprendí que su humildad y humanidad -a prueba de balas- hizo que un pueblo entero lo siguiera desde aquel “por ahora” del levantamiento militar del 4 de febrero de 1992.
Chávez bebió desde su cuna de niño pobre lo que era la miseria, las tribulaciones de un pueblo que con el petróleo debajo de sus pies, nunca había calzado un par de zapatos. Por eso no era difícil verlo inventando una misión aquí o una tarea conjunta allá para que la pobreza disminuyera en Venezuela, para que los desposeídos tengan vida digna. Chávez hizo de los pobres el centro de su vida.
Un ser excepcional. Siempre con su tacita de café cerquita y su mano por encima del hombro de cualquier necesitado. Así lo recordaré siempre. Como aquella tarde, que caminando por los alrededores de Miraflores, en busca de espacios para construir nuevas viviendas, se encontró con un joven de la calle, alcohólico, y allí se paró a escuchar de su vida y a tratar de convencerlo de que se dejara ayudar.
Se nos fue. El dolor no es posible describirlo. Caracas es el centro del mundo. Cada venezolano tiene ahora mismo un abrazo desde lejos porque Chávez devolvió Venezuela a la geografía mundial, con oratoria, su irreverencia al poder unipolar, sus frases bíblicas: “Huele a azufre, el diablo estuvo aquí”. Pero más que eso, hizo que las miradas del mundo hicieran de nuestro sur, su norte.
Es imposible abarcar todo lo que significa en la vida de cada uno de los que lo amamos como líder y revolucionario. Seguir escribiendo, sería emborronar cuartillas…
Chávez está en cada obra, son miles de obras, está en cada persona que salió de la pobreza durante sus 14 años de gobierno. Chávez son millones de rostros, pero sobre todas las cosas, Hugo Rafael Chávez Frías, el “Bachaco”, el “Tribilín”, el “Furia” de Sabaneta de Barinas que sembraremos, ya son millones de manos dispuestas a seguir construyendo Patria. ¡Chávez vive, la lucha sigue!
Tomado de Crónicas de Cuba
Chávez me enseño a creer. No solo en la Revolución o los seres humanos. Me enseñó a creer en las señales que aparecen en el camino de la vida y en su Dios. En Venezuela aprendí a creer en el Cristo de los pobres que se llama Hugo Chávez...
Una de esas señales me llegó esta mañana, sin ni siquiera tener la idea de la gravedad de su estado: ponerme uno de esos pullovers que se hicieron millones durante la campaña electoral de octubre pasado. En mi pecho llevo los ojos de Chávez y su firma, la “rabo de cochino”. Sencillamente, como millones, YO SOY CHÁVEZ. De eso que no le quede dudas a nadie. La semilla que Hugo sembró, germinó en millones.
A Chávez no le conocí personalmente, no pude nunca siquiera verlo de lejos, pero lo conozco de toda la vida, porque como muchos en este mundo, entró en nuestros hogares por la televisión, y se coló en nuestras vidas a fuerza de un carácter único; mezcla insondable de pueblo, de humor, de amor, una responsabilidad a prueba de todo como estadista, con un carisma arrasador de multitudes.
Fidel nos lo descubrió en el ’94. Juntos eran explosivos. Ya no eran solo los gritos de ¡Fidel, Fidel, Fidel!, en cualquier escenario donde se presentaran, era una mezcla de ¡Chávez, Fidel, Chávez, Fidel!
Apenas un par de semanas antes de su última operación recibí una de las noticias más bellas de mi vida. “Tienes una carta que te espera”, escuché al otro lado de la línea. Era una carta del líder de la revolución bolivariana. Al final, luego de su firma y un ¡Hasta la victoria siempre! de esos que calan, escribió:
“Hace poco, en medio de circunstancias muy difíciles, llegué a La Habana como a la media noche, procedente de Caracas. Y de inmediato, el mensaje de Fidel: ‘Díganle a Chávez que yo estaba en Venezuela y acabo de llegar a Cuba’. Así somos…”
Y es que así son esos dos seres, hombres fuera de liga. Dos “diablos” que nos han enseñado que primero están los seres humanos y luego todo lo demás.
Anduve tras Chávez durante meses para completar sus “Cuentos del Arañero” y de esa labor aprendí que su humildad y humanidad -a prueba de balas- hizo que un pueblo entero lo siguiera desde aquel “por ahora” del levantamiento militar del 4 de febrero de 1992.
Chávez bebió desde su cuna de niño pobre lo que era la miseria, las tribulaciones de un pueblo que con el petróleo debajo de sus pies, nunca había calzado un par de zapatos. Por eso no era difícil verlo inventando una misión aquí o una tarea conjunta allá para que la pobreza disminuyera en Venezuela, para que los desposeídos tengan vida digna. Chávez hizo de los pobres el centro de su vida.
Un ser excepcional. Siempre con su tacita de café cerquita y su mano por encima del hombro de cualquier necesitado. Así lo recordaré siempre. Como aquella tarde, que caminando por los alrededores de Miraflores, en busca de espacios para construir nuevas viviendas, se encontró con un joven de la calle, alcohólico, y allí se paró a escuchar de su vida y a tratar de convencerlo de que se dejara ayudar.
Se nos fue. El dolor no es posible describirlo. Caracas es el centro del mundo. Cada venezolano tiene ahora mismo un abrazo desde lejos porque Chávez devolvió Venezuela a la geografía mundial, con oratoria, su irreverencia al poder unipolar, sus frases bíblicas: “Huele a azufre, el diablo estuvo aquí”. Pero más que eso, hizo que las miradas del mundo hicieran de nuestro sur, su norte.
Es imposible abarcar todo lo que significa en la vida de cada uno de los que lo amamos como líder y revolucionario. Seguir escribiendo, sería emborronar cuartillas…
Chávez está en cada obra, son miles de obras, está en cada persona que salió de la pobreza durante sus 14 años de gobierno. Chávez son millones de rostros, pero sobre todas las cosas, Hugo Rafael Chávez Frías, el “Bachaco”, el “Tribilín”, el “Furia” de Sabaneta de Barinas que sembraremos, ya son millones de manos dispuestas a seguir construyendo Patria. ¡Chávez vive, la lucha sigue!
Tomado de Crónicas de Cuba
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