Hay maneras de evocar a nuestros muertos y, con la muerte de Carlos Gaviria, esta afirmación se hace sintomática. Los mantenemos como una presencia inane, benevolente, pero sin incidencia alguna en el presente, y los dejamos morir del todo, o los recordamos como una fuerza viva al atender a sus ideas y así hacemos justicia a su memoria –al reconocer que esta siempre se define por la lucha y que tenemos que hacerle frente como tal. Esta segunda tarea cobra importancia hoy cuando los diálogos de paz atraviesan un momento de crisis y, tanto el gobierno como las FARC, en su incapacidad para superarlo, demuestran que se sale de sus manos responder a los intereses de la sociedad –y que a la mesa de paz le faltan voces.
Lo que se pone en juego con el proceso de paz, para los pueblos que se han sumido en el dolor durante décadas, no es solamente la tregua entre dos bandos en conflicto, sino la posibilidad de construir una sociedad sobre nuevos cimientos: una sociedad genuinamente democrática. Es en este sentido que, para la izquierda, se hace necesario revisitar y revivir el legado de su historia y, en esta ocasión, creemos, se trata de volver sobre una herencia a la que Gaviria también supo responder: la re-instauración del delito político.
Esta posibilidad, a ojos de muchos (y, entre ellos, los del gobierno actual) se reduce a los mecanismos legales que hicieran posible una implementación de los acuerdos que surjan de la negociación de La Habana. Más allá del ámbito jurídico y coyuntural, lo que dicha posibilidad pone en juego es el emplazamiento, como visión de construcción de una sociedad posible, de una discusión que apunta al corazón de las posibilidades de cimentar una democracia sobre la base de concepciones políticas profundamente dispares.
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De Gaviria, si lo recordamos bien –cuando falleció y en el aniversario del día de su nacimiento–, se repitió incesantemente de izquierda a derecha que era un liberal sin mácula, que, como pocos, obedecía a la fuerza de la razón y de los argumentos antes que a la de cualquier otro mandato y que difícilmente podría encontrarse en alguien tal coherencia ejemplar entre lo que pensaba y lo que hacía. Así, decían todos, “nos hará mucha falta”.
Si bien estas afirmaciones le permitieron a muchos hacer paz con su memoria al mostrarse como demócratas tolerantes, capaces de reconocer en un opositor político semejantes cualidades, en relación con el espectro de influencia que Gaviria dejó plasmado en diversos temas, desde la legalización de las drogas, pasando por la adopción por parte de parejas homosexuales, hasta sus posiciones como voz de una oposición política concienzuda (como lo fue en su momento frente al gobierno de Álvaro Uribe), hay un tema capaz de romper con esta apacible visión que ha querido guardar su memoria en un baúl: se trata del delito político. Para entender la razón de esta ruptura, podemos empezar por fijarnos en lo que este es.
El delito político se considera como un crimen en contra del Estado, en el que la intención del agente tiene un carácter político o ideológico. A partir de la transformación que este sufrió con la Revolución Francesa, en donde pasó de ser un crimen de lesa majestad a un crimen de lèse nation, se configuró la comprensión moderna del delito político: pasó de ser un crimen en contra del rey, del emperador, etc., a ser un crimen en contra del Estado.
El contenido punitivo que se adjudica a este tipo de crímenes depende a su vez de una determinación política. Es decir que, en un régimen absolutista, el crimen más grave y, por tanto, al que se adjudica la pena más dura, es el que se dirige en contra del detentor del poder de Estado; mientras que en un régimen con una visión pluralista del poder, en donde no habría una última palabra sobre la detención de este –un régimen genuinamente democrático, si se quiere–, se espera un trato benévolo hacia el delincuente político en relación con el de un delincuente común; esto en razón de que el primero actúa con base en un principio altruista al considerarse que su acción hace parte de un fin mayor que, en última instancia, es el de construir una sociedad más justa, etc.
Gaviria lo expresaba de forma contundente con dos afirmaciones. La primera era que podía tenerse buena cuenta del tipo de sociedad y de gobierno en el que uno se encuentra al indagar por el tipo de relación que este mantiene con el delito político y, la segunda, que no podíamos perder de vista que, en última instancia, el delincuente político es un rebelde.
La respuesta de los sectores conservadores de la política colombiana a los planteamientos de Gaviria frente al tema fue siempre la de asumir su posición como una ‘justificación’ de los crímenes de los grupos insurgentes o, cuando menos, como un error. E y, en consecuencia, varias veces buscaron que él se retractara de sus palabras[i]. El hecho de que el ex-magistrado defendiera un tratamiento benévolo del delincuente que actuaba bajo un principio político, por moverse por un precepto altruista, frente a un delincuente común, implicaba reconocer un estatus discursivo a los grupos insurgentes que, sabemos, el gobierno de Uribe se había esforzado dura y largamente en deslegitimar. La visión del ‘gran demócrata’ que los sectores tradicionalistas y de derecha pretendían adjudicar a Gaviria, encontraba un límite infranqueable en esta discusión. Para ellos, hay ciertas visiones de lo político que no caben en una democracia. Más allá de un error o de requerir una excusa, lo que exigían de Gaviria era que no excediera la comprensión de lo político que, en última instancia, le querían imponer.
Es por esta razón, por la necesidad de ampliar lo que entendemos por “democracia” como sociedad, que se hace necesario reactivar el potencial político que Gaviria encontró en la defensa del delito político, ya que, en este legado se pone en juego la fuerza disruptiva de su herencia para la construcción de una sociedad más justa, tarea que la izquierda debe arrebatar al relato normalizador que se ha asentado sobre la figura de Gaviria.
No se trata de restituir la figura de Gaviria por sí misma. Lo que interesa reconocer es que el ex-magistrado, atravesado por fuerzas históricas que supo canalizar colectivamente en su vida, supo encarnar y relanzar discusiones que, incluso hoy, representan una importancia decisiva para la izquierda colombiana –y, quizás, latinoamericana. Asumir que su legado se mantiene vivo, es asumir que estas discusiones pueden y deben interpelar el orden político establecido en el cual nos encontramos y al que nos oponemos. El primer paso, por general o vago que parezca, es retomar este punto de disrupción que representa su posición frente al delito político, por ser una discusión que rebasa con creces el ámbito del derecho y apunta directamente al corazón de la construcción de una democracia genuina.
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La situación del delito político en Colombia se ha deteriorado progresivamente al punto de ser prácticamente nulo hoy día; particularmente, desde que el ex-general Bedoya demandó ante la Corte Constitucional la inclusión de las normas del código penal que cubrían las lesiones y las muertes en combate en el delito de rebelión. Como magistrado, Gaviria asumió la tarea que se le presentó y se opuso a esta demanda aduciendo razones suficientes tanto de principio (como el hecho, por obvio que parezca, de que un grupo armado se alza en armas para combatir), como prácticas (como “la incapacidad de determinar en un combate quién hiere a quién”) y pragmáticas (como el hecho de poder tratar al insurgente, en el marco de un proceso de paz como el que vivimos hoy, como un igual y no como un sub-humano)[ii]. Frente a la respuesta favorable de la Corte a esta demanda, como figura pública y asumiendo la coyuntura histórica que le tocó, él se opuso y buscó el restablecimiento del delito político hasta sus últimos días.
Si bien Gaviria no fue el primero en hablar del delito político en Colombia, afirmamos que no puede ser el último. La urgencia que él veía en restablecer esta discusión para el país solo ha crecido y es por esto que se hace necesario responder a su llamado. Ciertamente, la derecha no será quien lo haga. Así, es la izquierda la que debe reclamar y politizar esta discusión, en la medida que representa para ella una posibilidad mucho más amplia que la coyuntura del proceso de paz. Le corresponde en tanto que posibilidad de construir la paz a partir de la pluralidad política misma, más allá de lo que el gobierno y las insurgencias pueden.
Esta tipificación delictiva no puede pensarse solo en los límites del proceso de paz porque, en realidad, implica una visión de lo social y lo político, de lo que es una vida genuinamente democrática, que excede el espacio jurídico y coyuntural. Replantear el delito político es poner una discusión sobre el derecho legítimo que tenemos de criticar el modo hegemónico en que la vida está siendo ordenada y de hacer oposición a un Estado que puede ser injusto, sobre la base de entender que esta democracia está por hacerse. Las voces de disidencia son las voces de rebeldes, no de monstruos cuya existencia podría depender de una determinación unívoca del estado. Así que, sin esta comprensión amplia de lo que se pone en juego con esta discusión, que es la posibilidad de construir una sociedad que nos albergue a todos, bajo las mismas condiciones, y no más las de una oligarquía sedimentada y reaccionaria, difícilmente podrán ponerse los cimientos para una paz duradera y, mucho menos, para una sociedad distinta.
Ahora bien, no pretendemos negar el valor fundamental de tener un marco jurídico concordante con la coyuntura de un proceso de paz. La restricción que se infringió a la reglamentación del delito político cuando la Corte Constitucional falló a favor del general, permitía avizorar los impedimentos a los que se enfrentaría cualquier proceso de paz futuro[iii]. Esto se evidenció el año pasado cuando el gobierno de Juan Manuel Santos, en su propia voz y en la de Humberto de la Calle[iv], anunció la necesidad de buscar los mecanismos para reglamentar y extender la conexidad del delito político a delitos como el narcotráfico y el secuestro. Sin embargo, como la izquierda lo ha mostrado convincentemente, este marco jurídico no puede resumirse a la pragmática gubernamental que pretende reducir el problema a un marco técnico-jurídico y olvidar el carácter político de este delito (por redundante que esto pueda parecer) [v].
Si este proceso de paz, como los colombianos lo anhelamos, resulta en una transformación genuina de la brutal manera como hemos vivido hasta ahora, depende de que alcancemos unos puntos mínimos de acuerdo en relación con las concepciones de lo político que se han enfrentado en este país, sin que esto resulte en el genocidio de las voces que han reclamado históricamente su lugar en contra de las oligarquías y las mafias, de los fusiles y de la fuerza física.
El problema es, como lo hemos dicho, que ni las FARC ni el gobierno representan las voces de muchos que se encuentran fuera de la mesa de negociación y que también anhelan la paz. La posibilidad de que se distinga al monstruo terrorista del rebelde, no solo porque este último tenga que ser insurgente, sino simplemente porque tiene una voz de protesta en contra de este sistema, no puede seguir siendo razón suficiente para el encarcelamiento injusto, el señalamiento ni, mucho menos, el asesinato. De asumir que un cambio fundamental para construir la paz es que en la vida común de este país puedan haber voces disidentes que no pueden seguir siendo extinguidas por la fuerza, depende que este proceso signifique un cambio genuino y no solo solución política con fecha de caducidad. La construcción de paz depende de que este proceso permita, cuando menos, asentar las bases de la construcción de la democracia en Colombia.
NOTAS
[i] Vale la pena recordar el célebre debate que sostuvieron Carlos Gaviria y Luís Carlos Restrepo, en donde este último, falto de recursos argumentativos, solo atinaba a insistir sobre el supuesto arrepentimiento y desatino del ex–magistrado en relación con su posición: https://www.youtube.com/watch?v=9NuQ07QCYPs
[ii] https://www.youtube.com/watch?v=UDcLnP8bPnU
[iii] Ibíd.
[iv] http://www.eltiempo.com/politica/gobierno/presidente-juan-manuel-santos-habla-de-los-dialogos-de-paz/14838217 y http://www.elespectador.com/noticias/politica/redefinir-el-delito-politico-articulo-527824
[v] Frente a las limitaciones de la visión del gobierno sobre la naturaleza política del delito político: http://palabrasalmargen.com/index.php/articulos/nacional/item/la-politizacion-del-delito-politico-una-condicion-para-la-paz
Tomado de CILEP (Centro de Investigación Libertaria y Educación Popular), @cileplibertario