Por Luis Toledo Sande**
Concisión y sonoridad pudieran explicar que el topónimo Yara se haya sobrepuesto con facilidad a Radiocentro, nombre que identificó durante años a un céntrico cine habanero, y tal vez explique asimismo que en el habla popular se use como sinónimo del adverbio ya. Pero hasta en esas sustituciones debe considerarse el prestigio y la familiaridad de Yara en la tradición patriótica del país. En enero de 1869, poco más de tres meses después de comenzar la Guerra de los Diez Años, José Martí, erguido en las señales de su entorno, plasmó el dilema que en su tiempo tenía ante sí la nación cubana en formación: “O Yara o Madrid”.
Tal ha sido la significación de Yara que, entre muchos aciertos, ha dado lugar a una confusión histórica: se ha suplantado la realidad que fue el Grito de Demajagua por una de nombre más fácil de pronunciar, Grito de Yara. El error está presente en documentos fundamentales de la patria, y se implantó con firmeza pétrea y crédito de nombre oficial en la chimenea de un central azucarero. Como en el justo afán de revertir la infundada identificación del levantamiento del 24 de febrero de 1895 como Grito de Baire, con lo que se rinde homenaje a una sola entre las localidades envueltas en el estallido simultáneo de aquella fecha, poco éxito han tenido los reclamos de recordar correctamente los hechos: el 10 de octubre de 1868 el grito de independencia de Cuba se dio en el ingenio Demajagua, y lo sucedido en Yara, el bautismo de fuego de las tropas mambisas, tuvo lugar el 11.
Era natural que una tropa irregular, escasa en experiencia militar y pertrechos, no pudiera derrotar a representantes de un ejército que gozaba de ventaja. Para los independentistas el valor de aquella vivencia fue moral: no se rindieron ante el enemigo poderoso, y ello hizo de Yara un símbolo que remite por derecho a la voluntad de lucha del pueblo cubano, a su afán de triunfar con la justicia y convertir los reveses en victoria, por lo menos desde el período que José Martí llamó “de preparación gloriosa y cruenta”, la antesala del estallido del 68, arrancada patente de una nación que braceaba por dejar de ser colonia.
En el camino se ubicaron el propio estancamiento de la gesta iniciada entonces y la heroica Protesta de Baraguá, que no tuvo la repercusión práctica merecida: revertir los designios del Pacto del Zanjón, como tampoco lo consiguió la Guerra Chiquita entre 1879 y 1880. Sobreponerse a golpes y alcanzar metas mayores estuvo en la médula del afán que llevó hasta el alzamiento del 24 de febrero de 1895, preparado por Martí. Los fanáticos del pragmatismo, corriente de pensamiento que no por gusto surgió con signo capitalista, y no se debe confundir con el espíritu práctico sano, serán quienes supongan que el triunfo material certifica la razón de los actos.
Otras han sido y serán la actitud y las perspectivas de quienes en Cuba seguirían las luces del 68 y del 95. Recordemos los ejemplos de las vanguardias representadas por Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio Guiteras; los afanes más esclarecidos de quienes, en la luz encendida por Mella, abrazaron juntas las lecciones de Martí y las del marxismo; los actos de lo que ha pasado a la historia como generación del centenario martiano, una avanzada capaz de acometer proezas como las emblemáticas del 26 de julio de 1953, y movilizar crecientemente al pueblo hasta el triunfo de 1959.
En el centro de las frustraciones sufridas por Cuba operaba la herencia, o presencia viva, de la realidad implantada desde que en 1898 las crecientes fuerzas imperiales de los Estados Unidos intervinieron en la guerra que el patriotismo cubano libraba contra el colonialismo español, e impidieron el triunfo de los mambises y la instauración de la república moral con que soñó y por la cual luchó y murió Martí. Él había logrado un movimiento unitario sin precedentes en nuestra historia, y nos legó el fundamento moral —así lo ha llamado el líder histórico Fidel Castro— de lo que nuestra patria ha hecho después, y está convocada, por su deber y su honor, a seguir haciendo.
El héroe a quien rendimos tributo por el aniversario 162 de su nacimiento y en el año en que se cumplirán 120 de su muerte en combate, sigue vivo como guía motor en ese fundamento, porque pensó y actuó a la altura de sus circunstancias, con resolución y luz válidas para entonces, para hoy y para el porvenir. Preparó una guerra cuyos fines mayores no terminaban en la liberación nacional de Cuba: incluían asegurar la independencia de las Antillas, como afirmó en su carta póstuma a Manuel Mercado, para que los Estados Unidos no se apoderasen de ellas, lo que le permitiría a la emergente potencia caer, “con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
La contienda recién empezaba, estaba por delante la necesidad de derrotar al ejército colonialista español, y el héroe expresaba rotundamente su voluntad de impedir que se consumaran los planes del poderoso vecino: “Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”. Liberar a la patria significaba también impedir que se hiciera realidad la teoría de la “fruta madura”. Ese engendro —resumen de una apetencia que venía de los fundadores de una nación voraz y expansionista— tuvo su bautismo textual en los Estados Unidos en 1823, treinta años antes de que naciera José Martí, y más de un siglo antes que Fidel Castro.
El afán imperial de apoderarse de Cuba hallaría la complicidad de anexionistas y autonomistas, especies políticas que no han desaparecido. A lo sumo se han fundido en una misma actitud antipatriótica, con ideólogos o ideologuillos abrazados a la “razón instrumental”, no a la guía moral que Martí continúa encarnando. En la carta citada repudió ambas tendencias, y dijo que la primera era “menos temible”, pero no porque fuera mejor que la otra, sino “por la poca realidad de sus aspirantes”, quienes soñaban con que Cuba fuera un estado más en una federación imperialista cuyos gobernantes lo que buscaban era sustituir a España en su dominación colonial. Por su parte, los cabecillas del autonomismo preferían tener “un amo, yanqui o español”, que les asegurase sus privilegios de “prohombres” que, tanto como sus primos anexionistas, despreciaban a “la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.
Las señales decisivas sobre el peligro que venía de los Estados Unidos se las había dado al agudo veedor el Congreso Internacional de Washington, celebrado en lo que el autor de Versos sencillos definió como “aquel invierno de angustia” de 1889-1890. El foro le confirmó su previsión sobre los planes que el Norte urdía para los pueblos de nuestra América ya entonces independientes. De ahí su pregunta increpante: “¿A qué ir de aliados, en lo mejor de la juventud, en la batalla que los Estados Unidos se preparan a librar con el resto del mundo? ¿Por qué han de pelear sobre las repúblicas de América sus batallas con Europa, y ensayar en pueblos libres su sistema de colonización?”
Denuncia así el inicio visible del panamericanismo imperialista, contra el cual todavía es necesario seguir luchando en nuestra América, y se han dado pasos tan importantes como la creación del ALBA y la CELAC, impensables sin la resistencia de la Revolución Cubana frente a la agresividad imperialista. Sin esa resistencia sería difícil explicar la fuerza emancipadora impulsada, junto a Cuba, por países como Venezuela, Ecuador, Bolivia y otros. Y esa Cuba de la resistencia revolucionaria se hizo revirtiendo la tragedia histórica iniciada en 1898.
Con aquel Congreso Internacional de 1889-1890 a la vista, para Martí quedó claro que a Cuba, todavía colonia y, por tanto —como Puerto Rico—, ni siquiera representada en el temible foro, las fuerzas dominantes en los Estados Unidos le reservaban un destino aún peor: “Sobre nuestra tierra […] hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: Ni maldad más fría”, escribió Martí a su colaborador Gonzalo de Quesada Aróstegui.
Ve la trampa que se urde, y añade a lo citado: “¿Morir, para dar pie en qué levantarse a estas gentes que nos empujan a la muerte para su beneficio? Valen más nuestras vidas, y es necesario que la Isla sepa a tiempo esto. ¡Y hay cubanos, cubanos, que sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses!” Pero también, o sobre todo, es consciente de la necesidad de hacer la guerra para librar a Cuba, en lo inmediato, del poderío español. La opción será, pues, hacerla de modo que no conviniera a los planes estadounidenses.
Siete años antes, en carta del 20 de julio de 1882, le había expresado a Máximo Gómez que la patria necesitaba tener “en pie, elocuente y erguido, moderado, profundo, un partido revolucionario que inspire, por la cohesión y modestia de sus hombres, y la sensatez de sus propósitos, una confianza suficiente para acallar el anhelo del país”, e impedir que este se vuelva “a los hombres del partido anexionista que surgirán entonces”. A inicios de 1895, fundado desde el 10 de abril de 1892 ese cuerpo con la creación del Partido Revolucionario Cubano, habrá llegado la hora de poner en pie a las tropas independentistas para librar la guerra necesaria, que debía ser bien organizada y dirigida, para conjurar las aspiraciones injerencistas del poderoso vecino.
El 5 de abril de 1894 había publicado en Patria el artículo “Crece”, donde se refiere a la posibilidad de que las fuerzas revolucionarias no triunfaran. Habría sido funesto insistir en esa posibilidad cuando urgía allegar recursos y hallar combatientes para la guerra, pero el líder expone resueltamente: “En lo que cabe duda es en la posibilidad de la revolución. Eso es lo de hombres: hacerla posible. Eso es el deber patrio de hoy, y el verdadero y único deber científico en la sociedad cubana. Si se intenta honradamente, y no se puede, bien está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado: pero rodaría contento, porque así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana”.
Doce días después de aparecer “Crece” —donde su concepción del deber científico se opone a males como el pragmático positivismo de la cúpula autonomista—, en el mismo periódico Patria circula “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América”, artículo más conocido que aquel, y donde resume grandes desafíos que urge vencer: “En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder,—mero fortín de la Roma americana;—y si libres—y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora—serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte”.
Ante circunstancias tales, afirma, “es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a libertar”. Ello recuerda cómo define el artículo inicial de las Bases del Partido el propósito inmediato de la organización: “lograr con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”. Él, que ha calado en las entrañas de los foros de 1889-1890 y 1891, acelera desde entonces los preparativos de la guerra.
En la fase final de esos preparativos la revolución sufre un duro golpe, que no podría verse como un mero acontecimiento aislado. Es enero de 1895, y en el puerto floridano de Fernandina autoridades estadounidenses, apoyadas por un cubano algo más que sospechoso de traidor a la patria, descubren un plan expedicionario cuidadosamente preparado por Martí, quien había actuado en secreto. Lo sabía necesario para imprimir fuerza a la guerra desde el inicio con un levantamiento que, además de simultáneo en las localidades comprometidas, fuera sorpresivo. La contienda debía ser “breve y directa como el rayo”, según él había señalado en uno de sus textos sobre Cuba y Puerto Rico, y de distintas formas en otros, no solo para que el derramamiento de sangre fuera el menor posible, sino también para no dar tiempo y ocasión a los pretextos intervencionistas de los Estados Unidos.
El factor sorpresa lo frustra el golpe de Fernandina; pero en aquellas circunstancias no hay marcha atrás, ni Martí desea que la haya: la guerra indispensable se hace a tiempo, o no se hace. Lo revelado en Fernandina era obra grande, y el líder desplegó su capacidad de persuasión, el respeto y la confianza que se había ganado entre sus seguidores, y logró que el revés no impidiera el levantamiento necesario.
Lo que vino después se conoce. El fundador murió prematuramente, sin que la República en Armas tuviera la estructura necesaria, en función de la cual había concebido él —en términos y realidades que expresan, incluso en las condiciones de la guerra, su sentido de la sincera democracia defendida en las Bases del Partido— “la Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano visible”. Este, en su concepto, lo formaban “todas las masas cubanas alzadas”, de las cuales los jefes serían parte. Circunstancias adversas, y señaladamente su muerte, a la que se unió el 7 de diciembre de 1896 la de Antonio Maceo, obstaculizaron la eficacia de las fuerzas patrióticas, y en 1898 se consumó la intervención estadounidense.
Sesenta años después de ese violento acto injerencista, el imperio no perdonaría la decisión cubana de hacer realidad, con el triunfo de 1959, el proyecto de liberación, soberanía y república plena heredado de Martí. Tras el triunfo de la Revolución, el Norte puso en marcha contra Cuba la hostilidad que incluiría una invasión armada y actos terroristas varios, junto a un férreo bloqueo económico, financiero y comercial.
La resistencia del pueblo cubano en la defensa de sus ideales haría fracasar tales prácticas agresivas, que acabaron aislando a los Estados Unidos en el concierto de países latinoamericanos y en la comunidad internacional. Si a inicios de los años 60 del siglo pasado aquella nación —OEA mediante, y con la complicidad de casi todos los gobiernos del área— consiguió instalar contra Cuba el acoso y el aislamiento, distinta es la realidad de un continente que reclama la presencia de este país en las Cumbres de las Américas. Y durante más de dos décadas, año tras año, la Asamblea General de las Naciones Unidas se convierte en escenario de una aplastante votación contra el bloqueo. Ahora el anuncio de que ese engendro será levantado no debe verse como suficiente para sacarlo de la agenda de la mencionada Asamblea.
El aislamiento de Cuba se ha revertido más allá del continente. La Rusia de hoy, en la que nada apunta al afán de crear una nueva Internacional Comunista, y una China que crece como una de las mayores economías del planeta, intensifican sus vínculos con Cuba, y con el conjunto de nuestra América, donde el influjo de la Revolución Cubana se mantuvo contra la voluntad del imperio. Para este no es solo una isla el área donde necesita mantener o reforzar su influencia, sino todo un continente, como parte de su afán por seguir capitalizando el desequilibrio mundial.
A finales del siglo XX las fuerzas imperiales supondrían que ese desequilibrio estaba alcanzando su culminación. Desmontado el socialismo europeo —lo cual representó un duro golpe para Cuba no solo en términos económicos—, los ideólogos y voceros del imperio creyeron que se consolidaba un mundo unipolar coyundeado por el pensamiento único propio de la pretensa unipolaridad. Pero la realidad va siendo otra, con los cambios experimentados en nuestra América desde los mismos finales del siglo XX y, sobre todo, en lo que va del XXI.
* El presente artículo y “Con José Martí: para que la victoria siga siendo victoria”, que le dará continuidad en esta sección, provienen de las cuartillas que el autor preparó para cumplimentar, con un resumen de ellas, la invitación a participar el pasado 21 de enero en Dialogar, dialogar, espacio que auspicia la Asociación Hermanos Saíz y sesiona en el habanero Pabellón Cuba. El encuentro de esa fecha se dedicó al tema José Martí en la actualidad cubana.
**Filólogo e historiador cubano: investigador de la obra martiana de cuyo Centro de Estudios fue sucesivamente subdirector y director. Profesor titular de nuestro Instituto Superior Pedagógico y asesor del legado martiano en los planes de enseñanza del país; asesor y conductor de programas radiales y de televisión. Jurado en importantes certámenes literarios de nuestro país. Conferencista en diversos foros internacionales; fue jefe de redacción y luego subdirector de la revista Casa de las Américas. Realizó tareas diplomáticas como Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en España. Desde 2009 ejerce el periodismo cultural en la Revista Bohemia. Entre los reconocimientos que ha recibido se halla la Distinción Por la Cultura Nacional.
Tomado de Cubadebate