Por Harold Cárdenas Lema*
En Cuba, un país que cambia y se considera en revolución, no ser políticamente correcto debería ser un motivo de orgullo. Aun así, no son pocos los que exigen una docilidad dañina que solo podría perjudicar a la isla.
Hay frases que me producen pavor, me ponen los pelos de punta o me hacen saltar como un relámpago y actuar sin pensar demasiado en las consecuencias. Hace unos días me acusaron de no ser políticamente correcto y, aunque el tono era recriminatorio, lo sentí como una medalla en el pecho. Lo “correcto”, bajo un criterio que busca aplicar la lógica disciplina militar a la vida civil, a menudo es confundido con la obediencia política. Nada podría hacernos más daño.
En Cuba la semántica no es asunto de poca monta. Todavía estamos rescatando el término “sociedad civil” y denominando “actualización” a una reforma que nos duele demasiado reconocer. La línea divisoria entre el bien y el mal es tan ambigua que queda prácticamente a discreción de quien la interpreta. Es por eso que cuando alguien te critica por políticamente incorrecto debes prestar más atención a quién hace la afirmación que a la acusación misma.
Confieso que, en lo personal, me encanta ser políticamente incorrecto. En los Estados Unidos la derecha siempre utilizó esa frase para criticar las ideas socialistas. Las califican de superficiales y peligrosas, buscando que las personas vieran como elementos inestables la “normalidad” de quienes criticaban el establishment. Los subversivos en la tierra de Lincoln nunca lo han tenido fácil. El legado de Malcom X y de Martin Luther King ha sido manipulado, mientras que John Lennon ni siquiera cuenta con una placa dedicada a su memoria en el edificio Dakota. 90 millas al sur tampoco es fácil.
Cometimos el error de creer que al comenzar una revolución podíamos darnos el lujo de guardar la rebeldía en la gaveta. Y comenzamos a oficializar y fiscalizar qué era lo revolucionario.
Las consecuencias de esto llegan hasta nuestros días. Si bien cualquier juicio severo debe tener en cuenta las obligaciones del contexto, justificar en demasía ha sido un deporte muy practicado en esta isla.
Sucede que yo tengo un problema grave de formación. Cuando era chico me enseñaron en la escuela que debía ser como el Che, y éste fue uno de nuestros mayores críticos. En mi adolescencia cometí el error de escuchar mucho a los Beatles e imaginarme demasiado el país que podríamos tener. En mi edad adulta ya he apostado tanto en nuestro futuro como para optar por otras fronteras o hacer lo “correcto”. Quizás si me hubieran enseñado lo de “seremos obedientes” todo sería distinto, pero el paradigma que me inculcaron fue el de alguien que cuestionó a la URSS en el momento que más la necesitábamos, que no se detenía en conveniencias o se callaba para no decir lo que se pensaba. Para colmo el argentino era tan asmático como yo en mi infancia. Fue la tormenta perfecta en la formación de un niño.
Siempre me he sentido de izquierdas, pero mi concepto de revolucionario dista mucho de la versión vulgarizada que algunos intentan legitimar. Según este concepto estrecho, entre las características del revolucionario está la de ser políticamente correcto, coincidir 100% con el discurso oficial y no despuntar demasiado. En ocasiones parece que estemos destinados a formar parte de “la masa” y que llamar mucho la atención sobre uno mismo puede ser mal visto. Todas estas son herejías que disfruto practicando con frecuencia.
Nunca he conocido a un revolucionario en la historia que haya sido políticamente correcto.
Julio Antonio Mella se ganó la expulsión de su partido por hacer la huelga de hambre que puso de rodillas a un dictador, Gerardo Machado. Antonio Guiteras fue el ministro más honroso que tuvo la República cubana, haciendo precisamente lo contrario de lo que esperaban de él, cruzando las líneas impuestas. Me cuesta creer que Fidel Castro hubiera sacado a Batista del Palacio Presidencial si hubiera jugado según las reglas.
Solo el cuestionamiento constante al poder es capaz de influir sanamente sobre él y mantenerlo a raya según los intereses del pueblo.
¿Cuándo la obediencia y la docilidad se convirtieron en sinónimos de revolucionario? En cuanto la dictadura de Fulgencio Batista fue aplastada en rebelión popular, el país comenzó rápidamente a lograr cosas que durante décadas habían parecido imposibles, sin embargo, en el proceso asumimos como nación la idea de que el Estado se encargaría de nuestras necesidades eternamente. La experiencia cubana es muestra de que ningún gobierno es ajeno a peligros tales como la concentración de poder y la burocracia.
No se trata de convertirnos en rebeldes sin causa, sino de tener la dosis suficiente de realidad que nos mantenga a salvo de la lista de dogmas. Esto implica cuotas de responsabilidad muy altas y tener en cuenta siempre que hay fuerzas externas que amenazan la soberanía del país. Si alguien me dice que no soy políticamente correcto, de seguro me elogia, porque en un contexto de tanto dogma y disciplina estéril, quizás una buena dosis de irreverencia sea lo que necesitamos.
*Soy Community Manager de la Revista Temas y realizo mi doctorado en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas. En mi tiempo libre administro un blog llamado La Joven Cuba que inicié junto a dos colegas en mi época de profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de Matanzas. En el blog puedo escribir sobre muchos temas de la realidad cubana y los cambios que tienen lugar en estos momentos en Cuba
Tomado de El Toque