Por Lilibeth Alfonso Martínez
Los primeros recuerdos que tengo de Fidel son aquellos discursos enormes que no me dejaban ver los muñequitos y se alargaban mucho más allá de la hora de la novela. Desde entonces, me preguntaba cómo aquel hombre podía hablar tantas horas sin parar, y mantener al auditorio, a pesar de las horas, en vilo, dispuesto al aplauso al final de cada frase magnífica.
En casa, lo escuchábamos también, y la vecina de al lado, y la de más allá, y el señor de la esquina, tanto lo seguían que el discurso seguía su línea imperturbable incluso si decidías salir de casa, si te animabas a ir a la otra cuadra, al parque, al otro extremo de la ciudad.
Acuñó frases que han quedado para la historia y que siempre supimos con alas de posteridad. Era un orador de aquellos de la escuela de Martí, que era monte donde el arbusto mandaba, pero también sabía ser ciudad.
Con el tiempo, yo también comencé a prestarle atención a las palabras de aquel hombre que, cosas del destino, también tenía una estatura de gigante.
No me tocaron sus tiempos más enérgicos. De hecho, siempre voy a tener la sensación de que me perdí lo mejor de la vida de ese hombres, aunque para siempre atesoro la suerte compartida de coincidir con él en este tiempo, por suerte, todavía.
De sus cualidades, es acaso el sueño su mayor mérito. Esa voluntad, mitad de soñador y mitad de luchador, que encuentra caminos hasta en la más feroz escarpada y que nos hizo resistir y vencer resistiendo, en un tiempo en el que todos apostaban por la fecha de la caída.
Y su solidaridad, que se emparenta con el amor medido con una cuerda atada de un extremo y lanzada al viento. La solidaridad que lo hizo traerse a niños de Chernobil, y lo llevó a involucrar a todo un país, al otro lado del oceáno, en la libertad de varias naciones africanas -historia incomprendida muchas veces, y a fundar junto a Chávez la Misión Milagro y antes de ello, todas las misiones internacionalistas de médicos, profesores…, por más de 100 países.
Como todos las niñas, y las jóvenes, y las mujeres cubanas…, también me enamoré un poco de él. Atrapaba pedazos de historias aquí y allá para armar el laberinto de sus modos. María Comité, apodada así porque la Federación era toda su vida, me aseguró una vez que su abrazo era fuerte y sincero, y que aquel hombre te miraba a los ojos, “se las arreglaba para mirarte a los ojos”.
Alguien me habló de su voz, que podía ser casi inaudible, o tronar desde el fondo del pecho, y de sus manos, arregladas hasta el hartazgo, coronadas por unos dedos finos y de trazos feroces, terminados en uñas cuidadísimas.
Y como casi todas, pasé del amor adolescente a la más fiera admiración, incluso en medio de sus errores, porque errores tuvo como todos, y ese recordatorio que detrás de aquel gigante que todos, alguna vez, creímos invencible -capaz de darle de costado a la propia muerte que tantas veces coqueteó en su camino-, había un hombre, me lo antojó más grande.
“Fidel nos enseñó a vencer”, dijo ante cientos de estudiantes guantanameros el Héroe de la República de Cuba, Fernando González, y creo que dió en el clavo. Otros nos enseñaron muchas otras cosas, pero usted, Comandante, simplemente, nos enseñó a vencer. Felicidades.
Tomado de su blog La esquina de Lilith
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