Por István Ojeda Bello
Probar la fortaleza o endeblez de los principios |
Toda decisión implica, por naturaleza, una encrucijada, al punto de corroer la mente hasta el borde de la locura si permanece latente por demasiado tiempo; quizás eso explique por qué haya quien no se lo piense demasiado para decidirse.
Obviamente hay disyuntivas que requieren meditarse más que otras, pues no es lo mismo escoger la ropa para salir al trabajo que definir el futuro de una nación determinada a defender un proyecto social diferente. Aunque seguramente los diseñadores y modistos se molesten con la frase anterior porque para ellos optar por el vestuario adecuado es, con justeza, una deliberación de suma importancia.
Entonces lo más sensato quizás sea detenerse en la esencia de otras decisiones, esas que por ejemplo pueden marcar indeleblemente los acontecimientos venideros. Digamos: el joven ante el dilema de la boleta en blanco donde deberá escribir las opciones de estudios posteriores; otro que no sabe si emprender la tarea de una tesis o estudiar para el examen estatal; o el graduado universitario ante la contradicción de ejercer su profesión con la perspectiva de verse a mediados de mes con el bolsillo (o la cartera) vacios o emprender el camino de otra labor que, en cambio, le puede reportar ingresos rápidos pero que supondría tirar a la basura años de desvelos y un motón de sueños.
Y es que cuando el bienestar material y la realización personal se colocan en las aceras opuestas de la vida, se despiertan todos los miedos e inseguridades, sobre todo porque pululan los consejos con el tono de “te lo digo por tu bien” y el decisor siente más que nunca la presión de los esquemas sociales.
Las decisiones también prueban la fortaleza o endeblez de los principios. Si no pensemos en el policía que rechaza un soborno, o en el directivo que tras décadas siendo inmisericorde con el desvío de recursos termina aceptando prebendas aún cuando vengan enmascaradas de inocentes regalos. Lo mismo vale para quien tiene el coraje de olvidar sus carencias y devolver una cartera repleta de dinero sencillamente porque no era suya, o ese que tras años dando discursos antirracistas, descubre que le tiene mala voluntad a la noviecita de su hijo porque tiene un color de la piel diferente al que él esperaba.
¿Y qué hay de cuando se deja la tarea de decidir a alguien más? Es la solución más fácil porque lleva consigo el consuelo de achacarle la culpa del eventual fracaso al consejero. Ese atajo suele ser terriblemente adictivo al extremo de conducir a la pérdida por completo del albedrio, por el empeño inútil de “quedar bien con todos” sin jamás complacer a nadie.
Decidir es, no cabe duda, un asunto complejo, sin embargo, siempre será mejor hacerlo con cabeza y juicio propios.
Fuente Cubainquierda
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