Por Emilio Comas Paret*
Hace unos días observé a uno de mis nietos mientras leía absorto y concentrado.
"¿Qué estás leyendo?", le dije. "Es un libro muy interesante -me respondió- cuenta de una familia judía que vivía en Alemania, y cuando la Segunda Guerra Mundial, los enviaron a un campo de concentración".
Entonces me acordé de la frase que da título a esta crónica, y que es a su vez el nombre de un texto que leí hace mucho tiempo, escrito por un siquiatra judío, que también había estado en un campo de concentración.
Hace una par de meses un amigo, que tiene alrededor de treinta cinco años, me dijo que acababa de regresar de Tel Aviv, donde había pasado quince días, y venía contando unas historias muy originales de cómo funcionaba la sociedad hebrea, y que se había encontrado allá con muchos jóvenes de origen hispano, tanto que si uno iba a una cafetería o a un bar, siempre encontraba a alguien que lo atendiera en perfecto español. Decía que la juventud era muy alegre, que tenía una gran vida nocturna, y que la guerra solo se sentía de vez en cuando en el sonar las sirenas ante la cercanía de un cohete de Hamás, que te obligaba a correr hacia el refugio, o en el hecho de que los reclutas del Servicio Militar andaban en la calle de completo uniforme y con su fusil de reglamento, pero que este debía estar sin balas. Que por lo demás la vida era normal y hasta plácida, porque concurrían sin contradicciones ciudadanos árabes (hay incluso diputados árabes en el parlamento israelí), y que además tenían comercios como restaurantes y hoteles, al punto que cuando tocaba el Sabat, que es el día de descanso obligatorio de los judíos, los comercios árabes seguían abiertos, y muchos judíos iban a ellos a cumplir su Sabat, esto es no hacer ninguna actividad física, y se hospedaban en los hoteles árabes para tener seguro la alimentación y otros servicios.
Hace unos días el propio Telesur, que tiene corresponsales tanto en Israel como en Gaza, daba la noticia con imágenes de colonos judíos que estaban como en una fiesta, asentados en colinas cercanas al muro que cerca a Gaza, y que aplaudían cuando veían caer las bombas sionistas sobre las casas de los árabes.
Hoy en la mañana, viendo el programa Dossier de Telesur, me sorprendieron unas imágenes horribles de jóvenes israelitas coreando una suerte de salmodia que a la traducción decía algo, así como: “Ya mañana no hay escuelas en Gaza… Ya han muerto todos los niños”.
Y es que todo es tan horriblemente contradictorio que se hace irracional, pero es también que cada día se le hace más difícil a las transnacionales de la información esconder o deformar una acción ocurrida, porque hoy cualquiera tiene una cámara y filma.
Se dice que una imagen es más poderosa que mil discursos, y ahora mismo recuerdo cuando la guerra de Vietnam la repercusión que tuvieron las fotos de la matanza de My Lai, o aquella foto de la niña corriendo desnuda y quemada por el napalm; pero verdaderamente hoy no es aquel tiempo; y la inercia y el desinterés de una buena parte de la opinión pública mundial ponen en solfa cualquier pensamiento lógico del papel que debe jugar el ser humano ante el enfrentamiento con la vida, respondiendo a un sentido ético y de justicia.
Mi nieto el lector, que además asiste a una iglesia evangélica, me dijo mientras mirábamos horrorizados aquellas manifestaciones fascistas en el seno de un pueblo, que fue de los que más sufrió el horror nazista:
"Abuelo, ¿será que Dios se ha olvidado de nosotros?"
Y yo, que soy agnóstico, le respondí sin pensarlo demasiado: "No hijo, quizás ande por otros lados del firmamento construyendo otro mundo como este, y por eso no se entera de lo que está pasando aquí".
Hoy no sé si la respuesta lo dejó más confundido.
*Pedagogo, Escritor; Director de diversas editoriales cubanas como Ediciones UNION; estuvo al frente del Dpto. de Medios de Propaganda del Ministerio de Cultura; actualmente es Jefe de Redacción de la Revista Música Cubana de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
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