Por Carlos Rodríguez Almaguer
“Hay hombres dispuestos
para guiar sin interés,
para padecer por los demás;
para consumirse iluminando”
José Martí.
Todavía duele el alma al escribir este nombre y pensar en su breve paso por nuestro mundo. Nada de lo que digamos en este sesenta aniversario de su natalicio, ni lo que se dirá dentro de cuarenta años, cuando las generaciones que hoy le están naciendo a nuestra América capaz e infatigable se reúnan a celebrar su primer Centenario, será suficiente para cubrir la imagen del hombre que ha dejado temblando con su vida y sollozando con lo imprevisto de su muerte los rincones más puros de nuestra Madre América.
Hugo Chávez resucitó a los muertos: a los que yacían bajo la tierra virgen de un continente nuevo, y a los muertos vivientes que desandaban tristes o indiferentes los caminos de un mundo que no tenía sentido. Los llamó por su nombre, les dijo “épa, muchachos” y les tendió su mano nacida de la tierra, moldeada con el barro y el agua de estos ríos infinitos, y tallada en la piedra volcánica de antiguas cordilleras. Se volvió al indio y lo estrechó en sus brazos como hermanos, se disculpó por tantas centurias de abandono, les trajo ciencia nueva para unirla, sin vanos aspavientos, a la ciencia copiosa que ellos acumulaban; y les prestó su voz para que reclamaran su justicia.
Se volvió hacia los pueblos maltratados del continente inmenso y les llamó a juntarse como amigos, como hijos de la misma madre. Y se fue por los llanos y los montes a invocar, en el nombre de Bolívar, la unidad latinoamericana. No le importaron contratiempos, mezquindades, oportunismos vergonzosos; todo lo sufrió el eterno soldado de Barinas; todo lo padeció, hasta el silencio. Pero hay silencios que dicen más que un grito, y él gritó su silencio y su palabra con la misma intensidad con que miraba el alba y el ocaso, y el dolor de los pueblos y la alegría de un niño. No temió de los hombres porque supo amarlos sin medida, y ellos, los buenos, tampoco le temieron. Solo los egoístas, los malvados, las fieras disfrazadas de humanos sintieron el temor a su palabra y a su cólera santa e indetenible. Pero aún a los malvados él les tendió sus manos, y aunque ellos las mordieron, siempre los comprendió porque esa es la naturaleza de las fieras, y entonces les tendió sus cicatrices.
Aquel hombre robusto y sonriente se adueñó de su tiempo, nuestro tiempo, y nos cambió la vida, y por cambiar, nos cambió hasta la muerte, porque ya no habrá quien al cerrar los ojos piensa nunca: “pobre América”. Ahora sabemos morirnos sin tristeza porque de nuestras manos, que él llamó a la faena, han salido milagros verdaderos: hospitales, escuelas, carreteras, libros, música… Ahora, cuando morimos, la sonrisa de lo que puede ser nos tranquiliza: “por los pueblos de América comenzará a salvarse este planeta”. Y el soldado nos mira satisfecho, y nos vamos con él.
Los que lo asesinaron, “perdónalos, Señor, porque no saben lo que hicieron”, multiplicaron la fe y las voluntades; fecundaron, con las ideas que querían exterminar, las montañas y los ríos, y la imagen del hombre cuyo rostro han odiado los persigue de cerca cada día y cada noche de sus terribles vidas. Los pueblos han hecho suyas su obra y su leyenda: trabajan y sueñan, y vuelven a trabajar para seguir soñando, porque él les enseñó que los sueños se construyen con las manos y que los pueblos que quieren avanzar por el camino de la vida no pueden dejar de soñar porque se morirían de tristeza y hastío.
Hugo Chávez que estás en todas partes, en el niño que ríe sin motivo aparente, en el viejo que moja sus recuerdos en las lágrimas de tus melancolías; en la mujer que siente por sus venas correr la fuerza nueva desde que tú le hablaste, en el joven que aprendió de tu vida que hoy es siempre el futuro y que el mañana tendrá aquellos colores que se consigan hoy. Comandante de pueblos olvidados que vinieron al mundo de las grandes cadenas de desinformación gracias a tu “insolencia” contra el amo, gracias a tus arranques de justa indignación, por ti supimos que era posible decir Patria, Solidaridad, Justicia, Escuela, Tierra, Pan, Libertad… sin que nos destrozaran con sus balas los cancerberos del Gran Capital.
Yo no podía escribirte, amigo Chávez, hombre humilde y dicharachero, pregonador de arañas de lechosa; yo no podía ni pronunciar tu nombre. Mi garganta se negaba a decirlo, y estas manos hechas a las palabras, no podían escribir aquellas que te nombran. Pero ya casi es tiempo de vendimia, y las palabras se me atoran en los labios tal como las ideas me hieren en la mente, sin que ninguna pueda traducir lo que siento. Tal vez porque la única forma capaz de referir la magnitud del vacío que dejaste, puede ser el silencio.
Santo Domingo, República Dominicana, lunes 28 de julio de 2014.
Cerca del mediodía.
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