Por René Tamayo
Chávez y la Revolución Bolivariana, un símbolo mundial. Crecimiento, bienestar, inclusión, participación protagónica, solidaridad y el fin del neoliberalismo
Chávez nunca se anda por las ramas. Su liderazgo atraviesa un contínuum revolucionario. Un proceso de madurez histórica. Cada etapa de su vida política ha estado marcada por ideas y programas que ha sabido sostener y concluir.
Viene del «por ahora» del 4 de febrero de 1992 (aceptación del fracaso entonces de la rebelión cívico-militar que comandó y del proyecto de país que proponía, pero en el que insistiría) hasta su actual II Plan Socialista Simón Bolívar.
Este es el «programa de transición al socialismo y de radicalización de la democracia participativa y protagónica». Lo presentó sin ambages y sin que le temblara la voz, el pasado 11 de junio, ante toda la nación venezolana.
Ese día oficializó en el Consejo Nacional Electoral (CNE) su candidatura para el período presidencial 2013-2019. Fue claro: va por el socialismo.
El marxismo no le es ajeno. Hizo sus lecturas desde joven. Antonio Gramsci le es cercano. Y hasta Nietzsche está entre sus autores preferidos, del que ha hecho una interesante interpretación antropológica sobre la naturaleza del ser humano y el destino que este debería cumplir, siempre en armonía con sus pares y la naturaleza.
Chávez avanzó del tradicional y mejor nacionalismo «nuestroamericano», al antiimperialismo. Y de ahí, al socialismo. Empezó a manejar el concepto —como ideal de proyecto— sobre 2005, según me cuentan amigos muy atentos al devenir de este proceso. En 2006, inicio de su tercer mandado, fue su luz señera.
Para su cuarto período presidencial al hilo, el líder bolivariano propuso cinco objetivos estratégicos de escala local y global y casi una treintena hacia lo más interno del país.
Los cinco «grandes objetivos históricos» del II Plan Socialista, en palabras de Chávez, son: Defender, expandir y consolidar la independencia nacional; continuar construyendo el socialismo bolivariano del Siglo XXI; convertir a Venezuela en un país potencia en lo social, lo económico y lo político; contribuir al desarrollo de una nueva geopolítica internacional; y contribuir a la preservación de la vida en el planeta y salvar a la especie humana.
Más del 50 por ciento de los venezolanos —según estudios de opinión— optan por el socialismo. Pero no es cualquiera. Ni los que fueron. Ni los que son. Ni los que otros tratan de aplicar. El socialismo bolivariano —el que aceptan y promueven las mayorías populares— es único, exclusivo, irrepetible. Considero que hoy nadie tiene los suficientes datos históricos para definirlo. Ni la misma historia ya los ofrece. Es lo que está por construir. O se está construyendo.
El socialismo bolivariano y, por ende, el triunfo de Chávez, está cantado. No será victoria fácil. Pero algo sí es evidente. Para los venezolanos de hoy, «socialismo» es la antítesis del neoliberalismo. Y ellos sí saben de este último. Han dejado sangre y pellejo oponiéndosele. Es lo que no quieren.
Némesis del neoliberalismo
En no pocos países del firme americano, el neoliberalismo está, en lo político, acorralado; en lo social, amortiguado (en mayor o menor medida, según los planes contra la pobreza de los gobiernos progresistas); en lo cultural, estigmatizado y constantemente zaherido por los sectores populares movilizados y los científicos sociales de izquierda.
No obstante, en lo económico —tanto en lo macro como en la «economía real»—, cada vez que llega un nuevo día, el dinosaurio sigue ahí. Arrullando a más de un incauto y a toda la clase burguesa nacional y global. Esperando. Listo por si lo zafan. Presto a desbocarse de nuevo.
Los últimos años han sido propicios para la región. Gracias, primero, a los altos precios de los productos básicos —su línea exportadora—. Luego, a la coincidencia histórica de movimientos populares que han alcanzado el poder e impuesto políticas encaminadas a reducir la brecha social, el desempleo y la miseria. También, porque avanzan en la integración.
El neoliberalismo, empero, sigue definiendo el curso económico regional. Sí, en algunas naciones se ha logrado maniatar. Arrastrarlo a una versión light. Mas ningún país, incluyendo a los mandatados por líderes progresistas, ha logrado finiquitarlo, desarraigarlo finalmente. La excepción es Venezuela.
La economía bolivariana parece predestinada a convertirse en el paradigma antineoliberal en las primeras décadas del siglo. Quizá más. Es su némesis. Y no digo «economía venezolana». Más que país, este es un concepto. Una cualidad. La confluencia en un solo espacio —la Revolución Bolivariana— de un hacer económico, un actuar político y un liderazgo único.
Son de esos procesos que se repiten pocas veces en una vida. De lo que aquí se trata, es de un modelo socioeconómico que no podría existir sin la Revolución que le sostiene, el consenso popular que esta ha generado, y el liderazgo de una persona que sigue validando el papel que pueden ejercer determinados individuos en el curso general de la historia.
Tampoco es crisol. En economía, más de un error hubo y seguirán apareciendo. El proceso —ya cerca de cumplir 14 años— pudo avanzar mucho más. Ser más eficaz. De haber ocurrido así, incluso, los comicios de hoy pintarían menos tensos de lo que son; y los altos niveles de polarización política que se viven fueran más llevaderos. Pero eso es un ideal. Una revolución es telúrica. Constantemente remueve todos los cimientos, incluido los «suyos». Y si algo ha sido más atacado y vilipendiado en esta última década, es el bolivarianismo y su líder, el presidente Chávez.
A estas alturas de la vida -con tantos palos que le han dado, y ha sabido resistir- la Revolución Bolivariana ha alcanzado plena madurez.
Así las cosas, si la balanza de la historia hace justicia, este 7-O será una victoria de Venezuela. Una victoria de América Latina. Y una victoria del mundo. Será, para la historia, la segunda Revolución de octubre.
Fuente Juventud Rebelde
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