Por José Luque*
Los alrededores de la ciudad de Iguala se han convertido, ante los hechos exhibidos en los últimos días, en una inmensa fosa común clandestina. Es un terrible monumento a la impunidad, a la corrupción y a la narco política en Guerrero.
Según datos conservadores, es probable que existan en ese horror, sepultados clandestinamente, más de un millar de seres humanos. La búsqueda de los 43 normalistas secuestrados por policías municipales ha destapado un escándalo de consecuencias inconmensurables para la élite política y económica mexicana. La razón es muy sencilla, Iguala es sólo un caso más, de cientos y quizás miles de casos más existentes en México.
Iguala es el terrible reflejo de una estructura política que durante décadas se dedicó a vivir asociada con el crimen organizado, que se ha beneficiado de esa relación y que en muchas casos, como Iguala, terminaron unidos en una simbiosis, dónde personeros del crimen organizado lograron llegar a gobernar el municipio, pero hay decenas de municipios más con la misma dinámica e incluso han logrado colocar a sus miembros en los congresos locales y federales. Pero no sólo eso, han controlado a las instituciones locales de procuración de justicia, dominado a las policías locales y han destruido todo intento de libertad de prensa.
La quema del Palacio Municipal hay que verlo en esa perspectiva, durante años se convirtió en el símbolo de la represión, desde sus muros y escritorios, el alcalde Abarca, miembro del cartel “Guerreros Unidos”, y militante del PRD hasta hace unas semanas, ordenaba asesinatos, extorsiones y garantizaba el trabajo de su cartel de delincuentes. Trabajó durante años en medio de la impunidad absoluta, era un miembro destacado de la élite política guerrerense, su presencia era siempre requerida en las celebraciones públicas de las instituciones de ese estado. Era norma común verlo acompañado por diputados locales y por congresistas federales. Era sin duda alguna un importante exponente del establishment guerrerense.
Desde esa tesitura estructural hay que construir todas las explicaciones necesarias para comprender las desapariciones de los estudiantes normalistas y entender también las decenas fosas clandestinas que rodean a la Ciudad de Iguala. La impunidad fue sistémica, la injusticia fue estructural y la corrupción inexplicablemente total. Desde estas dimensiones se construyó una cultura política de la banalidad del mal, de la cobardía cívica, de la derrota ética.
Las decenas de marchas y acciones realizadas el día de ayer son un claro rechazó a todo lo expresado en el párrafo anterior, es el fruto de una identidad fundada en la indignación y el hartazgo, es la posible semilla de un nuevo México que desea mirarse en la vigencia absoluta de los derechos humanos, es el asomo de una sociedad en movimiento que busca sus propios sentidos de ciudadanías activas y rechaza esa idea de ser “beneficiados” por sus gobernantes. La gente exige sus derechos y le ha dado una elegante bofetada con guante blanco a esa minoría que cree poder seguir gobernando en base a unos votos compramos o coaptados elección tras elección. La simulación democrática ha llegado a su tope.
Los jóvenes, carne de cañón del narco sistema político, han respondido, han gritado hasta el cansancio la necesidad imperiosa de un estado de derecho real y no de papel. Ayer miles de jóvenes demandaron el respeto al derecho a la vida. El México que estamos viviendo es terrible y hay que transformarlo. Los pasos de miles de ayer son la expresión del camino. Son 43 de Ayotzinapa, son 45 sin nombre, son miles los asesinados y desaparecidos, son miles las asesinadas y desaparecidos. Hoy hay una convicción sobre el principal responsable y los y las manifestantes lo expresaron en el Zócalo de la Ciudad de México con sus velas y Antorchas: Fue el Estado.
Ayer fue una marcha de la justicia y de esperanza, al parecer el mundo está pariendo una ilusión. No podemos seguir viviendo en un país teñido por la sangre y la impunidad.
*Analista Político
Foto José Luna
Revista Andar es caminar la palabra
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