Por Percy Francisco Alvarado Godoy
Lo amo a Fidel, primero que todo, porque es el hombre de las oportunidades.
Contrario a lo que piensan mis detractores, nunca le veo, aunque tengo anónimos recuerdos que revitalizan el alma de un revolucionario. Lo he tenido cerca, como cualquier cubano. Eso me ha hecho feliz.
Lo amo, también, por ignorarme, por pensar que soy, irremediablemente, una simple pieza de esta gran obra que construimos. Lo amo así, en mis recuerdos. Simplemente los míos. Los que guardo. Los que me enorgullecen, porque para mí Fidel es Cuba, a la que nunca traicioné, ni traicionaré.
Lo amo porque nunca aparece cuando me equivoco y respeta mi derecho a equivocarme. Lo amo porque nunca me dice esto es así o no es así. Lo amo porque cree en mí, a pesar de todo.
Lo amo por mi vieja, que ya se fue, y sin embargo tanto habló con ella. Aún le recuerdo, sentado en la acera de una calle, frente a mi casa, sencillo, hablando con ella sobre el difícil privilegio de ser jefe de un pueblo que resistió 50 años de acoso, de cruel bloqueo, de tanta desgarradura entre nosotros. Aún le recuerdo en el último hálito de de vida de mi madre, cuando dijo: -¡Gracias, Fidel, por dejarme morir en tu tierra!
Lo recuerdo en la entrega infinita de mi padre hacia Cuba, respetándolo, siguiéndolo, reverdeciendo por encima de los errores que cometió todo el amor por esta tierra que hoy alberga sus huesos y sus sueños.
Y lo amo, sobre todo, porque a pesar de yo no ser un hombre perfecto, siempre supo que no le traicionaría. Hacerlo sería traicionar a mis raíces, a toda la América a la que pertenezco. Reconozco que hablo estas cosas, celebrando su cumpleaños, solo, sin tristezas, y lleno de optimismo. Lo hago por mi simple derecho de ser viejo y esperar mi pronto adiós. Lo hago por mi simple derecho de ser un revolucionario más.
Miro a mi vida y no me arrepentiré nunca de haberle sido un soldado fiel. Uno de los todos que habitamos su trinchera. De los que brindamos por nuestro invencible jefe con orgullo. De los que llevamos en el pecho la insignia tangible de nunca haberlo traicionado.
Hombres simples como yo, solo podemos ofrecerle un regalo en su cumpleaños: la incondicionalidad, el amor a su causa y, si nos cuesta, la vida misma. Eso es Fidel: la fidelidad que nos inculcó.
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