Por Marlene Caboverde Caballero
En mi ciudad hay una casa donde se multiplica la vida. Para algunos se trata de una institución de la Salud Pública al servicio de la mujer embarazada; para otros, es el Hogar Materno de Jaruco, y aunque creo que ese término le queda mejor, para mí simplemente es un buen sitio para esperar.
Al ingresar en el Hogar Materno las embarazadas dejan de ser pacientes para convertirse en las niñas de la casa. Pendiente de su salud estará constantemente un equipo de médicos, enfermeras y asistentes, que no solo vigilan el estado físico de las mamitas y los progreso de los futuros bebés, sino que también se esmeran en consolar esa nostalgia que siempre aflora lejos de la familia.
Por otro lado, las tías que se encargan del aseo y la cocina llenan el aire de aromas y mimos, y espantan los miedos, la soledad y hasta la tristeza.
Todo ese ambiente hace que en el Hogar Materno se conforme como una especie de club donde concurren la conversación sana, el consejo oportuno, los sueños, y la certeza de que esos nombres tan soñados un día tendrán rostros.
De tal forma ese sitio simula una ventana por donde se mira el tiempo pasar sin penas, sin prisas. A través de ella pueden verse las manos en los vientres y esas pataditas que anuncian la esperanza y encienden las sonrisas.
Así es el Hogar Materno de Jaruco, para mí ese lugar que resguardó a mi pequeño Alejandro durante tres meses y aunque sea esta solo una memoria entre tantas, sin dudas otras voces concordarán con la mía en que el hogar Materno de Jaruco es un buen sitio para esperar.
Imagen agregada RCBáez sobre fotos de Internet
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